Título: “Te amé cuando era tarde”
Corría el año 2011. Recién había comenzado mis estudios de bachillerato, con esa mezcla de entusiasmo y vulnerabilidad que suele acompañar los inicios. Fue entonces cuando conocí a Jorge, mi profesor principal, un hombre que venía de Piura con cierto aire de seguridad y prestigio académico.
Al principio discutíamos en clase. Yo cuestionaba, él replicaba. Hasta que un día, en medio de uno de esos debates acalorados, me miró de una forma distinta. Esa tarde, sin preámbulos, me confesó que me amaba con intensidad. Su voz tenía seguridad, su madurez para expresar lo que parecía habitaba su ser.
Me quedé en silencio. Lo miré a los ojos y le dije que no. No podía ser. Él era mi profesor. Los límites eran claros (o al menos eso intentaba convencerme). Además, no quería que mis compañeros pensaran que mi rendimiento dependía de una cercanía indebida. Quería destacar por mérito propio, no por un favoritismo disfrazado de afecto.
A pesar de mi negativa, Jorge se fue volviendo parte de mi vida. Para mi cumpleaños, me regaló mi primera laptop. No pude decir que no. Era un gesto generoso, sí, pero también incómodo. Luego vinieron más regalos, en cada fecha, como si quisiera llenar con obsequios el espacio que yo me negaba a concederle.
Hasta que un día me citó en un hotel. Fui con la firme intención de dejar las cosas claras, de explicarle que no iba a acostarme con él. Sabía que debía enfrentar aquello. Al llegar, lo encontré esperándome en paños menores. La escena fue incómoda, penosa. Avergonzado, se vistió rápidamente. Me juró que me amaba, que aunque jamás tocara mi cuerpo, yo seguiría siendo su reina, su musa. Decía que yo era la mujer que más había amado en su vida. Ese amor, era raro, ¿cómo se ama, a quién no se conoce?
Pasaron más de 3 años. Un día me llamó para decirme que ya había pagado mi inscripción a la maestría. Me envió los váuchers y me pidió que fuera a la universidad a entregar los documentos. Todo estaba en regla. Solo me faltaba rendir el examen. Ingresé. Y supe entonces que había pagado también el ciclo completo.
Durante ese proceso, me ayudó con los documentos para obtener mi licenciatura. Me decía que no buscaba nada a cambio, que su cariño era desinteresado. Cuando viajé a Piura, me envió una asistente para que me acompañara al hotel, para que no dudara de sus intenciones. Me llevó también a comer. Solo me pidió una cena a solas, una conversación tranquila. Acepté. Conocía mis gustos, pidió las cervezas que yo solía tomar. Después, su asistente me acompañó a descansar.
Al día siguiente, tras mi clase modelo, me pidió un último favor: que le permitiera acompañarme al terminal. Solo eso. Acepté. Le tenía afecto, un cariño que no sabía cómo clasificar. No estaba enamorada, lo tenía claro, pero me sentía mal por todos los privilegios que había recibido. Sentía culpa. Él había asumido que algún día lo amaría. Yo solo quería estudiar en paz. Seguir mi vida, es que venía de un fracaso, superado pero no con ánimos de volver a caminar ese mismo sendero.
Pasó el tiempo. La maestría ya casi estaba concluida, y Jorge, seguía cubriendo las pensiones, silencioso y constante, como una presencia que no pedía permiso para quedarse. Así que era a él, a quién debía dedicar ese logro. En mi tesis, a mi profesor.
Una tarde cualquiera, sin previo aviso, me escribió:
“Estoy en Huaraz. Quiero tomarme un café contigo.”
Sentí una descarga en el pecho. No lo esperaba. Pero ahí estaba, de nuevo, aparecía como siempre lo hacía: sin ruido, pero con fuerza. Y fue entonces cuando me di cuenta. Jorge se había metido muy dentro de mi corazón. Sin anunciarlo, sin pedirlo, caminaba en mi ser. Cinco años de gestos, silencios, conversaciones, afectos cuidados... me habían enseñado a quererlo. Lo amaba. Por primera vez, me sentía lista para empezar una vida con él. Sin reservas. Sin miedos. Gritar al mundo, que él era el indicado.
Fui a su encuentro, decidida, con una emoción que me estallaba por dentro. Imaginé encontrarlo en aquel hotel discreto donde solía hospedarse. Pero no. Esta vez todo era distinto. Nos vimos en un café, un martes, a las tres de la tarde. El cielo estaba limpio. El aire, suave. Era una escena sencilla, pero se sentía definitiva.
Nos tomamos varios cafés. Hablamos largo, sonreímos como dos cómplices que por fin se reconocen. Pusimos canciones. Evocamos momentos. Y como si el reloj nos perdonara el tiempo perdido, decidimos beber algo más fuerte. Un par de tragos. Solo eso. La tarde se volvió noche. Las horas pasaron como si el mundo no tuviera más urgencias que las nuestras.
A las ocho, su viaje a Trujillo se acercaba. Entonces le acompañé, aunque hubo un instante en que le dije:
“Quédate.”
Él me miró con ternura. Y fue ahí, justo ahí, cuando por fin me atreví:
“Ahora estoy lista. Te amo. Quiero estar contigo.”
Me tomó las manos con una delicadeza que dolía. Me besó la frente con una solemnidad que parecía sagrada.
“Ahora puedo morir tranquilo”, me dijo.
Sentí un rayo recorrerme el cuerpo. Una electricidad extraña. Jorge era el segundo hombre que amaba… y que partía. Otra vez, el amor se iba antes de quedarse del todo.
Llegó la hora de acompañarlo al terminal. En esa última despedida, como si el universo quisiera dejar una imagen imborrable, me regaló un gesto limpio, sin demandas: un beso en la frente. Y unas palabras que aún guardo como un relicario:
“Te amo más que a mi vida, mi bella huaracina. Eres una mujer increíble. Me quedé prendado de ti.”
Y como si la poesía fuera la única forma posible de sellar lo vivido, me declamó con voz temblorosa:
Las gélidas mañanas en Huaraz
yo no quiero mirar tus ojos de cristal,
porque en ellos el alba tiembla callada
y se me rompe el alma al recordar.
El nevado murmura lo que fuimos,
el viento trae tu nombre al caminar,
y el sol que asoma en los tejados tristes
me toca como tú, sin preguntar.
Tomábamos café mirando el cielo,
con manos enlazadas sin hablar,
y en tu silencio había una promesa
que aún me duele por no llegar.
Las calles saben lo que no dijimos,
la plaza guarda nuestra soledad,
y el puente (testigo de aquel beso)
aún suspira cuando cae el glaciar.
No quiero verte más, pero te busco
en cada nube que baja a la ciudad,
porque fuiste en mi vida ese relámpago
que ilumina y se va, sin regresar.
Las gélidas mañanas en Huaraz
no tienen consuelo ni final,
porque el amor que no se queda
arde más que el que se va.
Luego de declamarla mirándome a los ojos, me las di en un pergamino.
Al día siguiente no supe de Jorge. Silencio absoluto. Era extraño, casi ominoso. Él siempre llamaba. Siempre estaba.
Pensé en marcarle, pero algo me detuvo. No era orgullo, era una sensación extraña, como si una nube se hubiera posado sobre mi pecho.
Dejé pasar el día.
Al segundo día de su viaje, para distraerme, salí con unos amigos a una cebichería. Reíamos sin saber por qué, hablábamos para no callar, como quien intenta ahogar un presentimiento. Entonces, en medio de esa falsa alegría, tomé el celular. Una notificación. Una solicitud de mensaje.
Lo abrí. El texto comenzaba así:
“Profesora, soy Estefanía, fui su asistente, por encargo del Prof. Jorge en Piura. Solo cumplo con su deseo…”
Me quedé helada.
“…muchas veces me dijo que, si algo le pasaba, era a usted a quien debía avisar. Me duele mucho tener que darle este mensaje…”
Sentí cómo se me vaciaba el cuerpo. La cebichería desapareció. Las voces, la música, el sabor del limón, todo se desvaneció.
“Primero, debe saber que usted fue la mujer que más amó. Él la idolatraba. El Prof. Jorge ha fallecido. Mañana es su sepelio. Disculpe, no quise ser portadora de algo tan triste. No sé qué haya sido él para usted. Solo he cumplido con avisarle que se nos fue… Maestra.”
Se nos fue.
Se me fue.
Se fue.
Un nudo seco me subió a la garganta. Me levanté como un espectro. No dije palabra. Era el segundo hombre que se iba, dejándome con este amor intacto, inconcluso, clavado como un dardo en el pecho. El primero se fue con tanto amor. Jorge se fue amando de más.
Abrí el Facebook. Las publicaciones lo confirmaban: mensajes de sus estudiantes, colegas, amistades… lágrimas virtuales que tejían un velo de luto. Mientras todos lloraban al maestro, yo vivía mi duelo a solas. Nadie sabía lo que él había sido para mí.
A los pocos días, recibí un correo de Hellen, su hija. Sus palabras aún me estremecen:
“Mi padre la amó más allá de su vida. Usted fue su gran amor.”
Me quedé inmóvil frente a la pantalla.
¿Se puede amar así?
¿Se puede morir con amor sin haberlo vivido del todo?
Me dolía todo. Me dolía la vida que no fue. Me dolía no haberlo amado cuando debí. Me dolía haber esperado. Todo en mí tenía sabor a Jorge. Su voz, su risa, su forma de mirarme sin tocarme, los silencios, los detalles, su respeto. Todo. Tenía mi sala de grabación completa, cuando incursioné en la TV se encargo de implementar mi sala.
Terminé la maestría como quien paga una promesa. Era mi forma de agradecerle. De honrarlo. De decirle, con hechos, que no había sido en vano.
Y entonces lo juré: no volvería a enamorarme.
Y hasta hoy, no lo he hecho.
Alguien intentó entrar en mi vida. Creyó que podíamos empezar algo. Pero no pude. Desde ese día, no acepto nada de nadie. Me he vuelto una fortaleza donde el amor toca, pero no entra.
Aún guardo la vieja laptop que me regaló. Está allí, en mi mesa, como una reliquia. No funciona, pero no importa. Me recuerda que alguna vez fui amada con intensidad que no supe comprender a tiempo.
Y sí… aún duele escribir estas líneas.
Pese a sentirme así, pasaron casi 10 años. Lentamente, sin que yo lo notara, el dolor fue dejando de doler con la misma intensidad. La herida seguía, sí, pero ya no sangraba. Jorge sigue viviendo en mis recuerdos, en mi mesa, en mis logros. Pero también empezaba a dejar espacio. Un espacio tímido, discreto, que no se abría por necesidad, sino por convicción.
Una tarde, sin buscarlo, apareció alguien.
Era distinto. No tenía el peso de Jorge ni sus silencios, ni sus poemas, pero tenía esa calidez fácil que uno asocia al sol después de una tormenta. Me hizo reír. Me escuchó. Me trató con ese afecto liviano que no exige, que se posa. Poco a poco, me fui dejando llevar. Pensé —y me creí— que tal vez la vida, al fin, me devolvía la posibilidad de amar sin perder.
Me abrí. Me mostré entera, sin reservas. Le conté de mis miedos, de Jorge, del duelo, del amor no vivido. Le hablé de la mujer que ya no quería depender, que no aceptaba regalos ni promesas sin actos. Él prometió respeto, ternura, un presente sin fantasmas.
Y por un tiempo, creí.
Pero la verdad tiene la costumbre de filtrarse cuando menos se espera.
Fue sutil al inicio. Pequeñas mentiras. Llamadas extrañas. Cambios de humor. Su voz, antes cálida, empezó a volverse cálculo. Sus silencios, ahora, escondían otras voces. No era un hombre roto, era un hombre doble. Detrás del rostro que me sonreía, había otros rostros que yo no conocía.
Cuando la verdad salió a la luz, ya no había ternura. Solo un ruido seco en el alma. Había sido un engaño. No solo de cuerpo, sino de intenciones, de tiempo, de promesas.
Me sentí tonta. Vieja. Vulnerable. Como si por haber amado bien en el pasado, ahora me hubiera tocado pagar el precio de creer otra vez.
Pero esta vez, no lloré como antes. No porque no doliera. Sino porque el dolor ya no tenía el poder de arrasarme. Era otro. Más agrio, más sucio, menos poético.
No era un amor imposible como Jorge. Era un fiasco. Un espejismo.
Y entonces entendí.
El amor verdadero no siempre regresa. A veces, solo sucede una vez. Y lo demás, son intentos.
Desde ese día, no volví a buscar el amor. Pero tampoco rehúyo. Solo he aprendido a mirarlo con otros ojos. Con menos urgencia. Con más verdad.
Y aunque aquel segundo intento terminó en engaño, también me enseñó algo que Jorge, en su pureza, no me mostró: que el amor no siempre tiene la cara del cuidado. A veces llega disfrazado. A veces hiere mientras sonríe.
Ahora camino con más calma. No soy la misma. Aún conservo mi vieja laptop. Aún recuerdo los versos en voz baja. Pero ya no espero. Si viene, bien. Si no, también. Ya me he amado suficiente como para no mendigar amor.
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