“Te amé cuando era tarde”
Nadie me enseñó que el amor podía comenzar con una
discusión.
Y sin embargo, así fue.
Fue entonces que conocí a Jorge. Él venía de Piura. Profesor
principal. Impecable en su vestir, con una voz segura y una forma de mirar que
parecía leer más de lo que uno decía. Desde la primera clase, discutimos. No
por rebeldía, sino porque algo en mí no podía simplemente asentir. Me gustaba
pensar por mí misma, y él... él parecía disfrutar de esa resistencia.
—Usted no puede generalizar así —le dije una vez, alzando la
voz mientras toda el aula contenía el aliento.
Él me observó con una calma desconcertante, y en lugar de
contrariarse, sonrió.
—Me alegra que piense distinto, señorita. No todos se
atreven a hablar desde su lugar.
Con el tiempo, nuestras conversaciones se volvieron parte
del ritmo académico. Yo argumentaba, él respondía con elegancia. A veces me
sentía admirada. A veces me incomodaba. Pero nunca indiferente.
Un día, al salir de clase, me alcanzó en el pasillo.
—No se asuste, no es nada académico —me dijo. Y luego,
mirándome sin desviar la vista—: Solo quería decirle que me encanta cómo
piensa. Y que... la amo con locura.
salto sin puente. Lo miré, seria. Pensé que se burlaba.
—No —le respondí, firme pero serena—. No está bien. Usted es
mi profesor. No quiero que esto afecte mi formación, ni cómo me miran mis
compañeros. Si me esfuerzo, es por mí, no por usted.
Me escuchó sin interrumpirme. No insistió. Solo asintió. Y
se fue.
Esa noche no pude dormir. No porque sintiera lo mismo, sino
porque algo se había movido en mi interior. Una puerta, quizás, se había
entreabierto.
Capítulo II – Regalos que pesan
Después de aquella confesión, Jorge no volvió a insistir. No
hubo acoso, ni palabras fuera de lugar. Solo una gentileza constante,
silenciosa, que se instaló en mi vida como una sombra amable… y, con el tiempo,
pesada.
A veces se acercaba después de clases, con una recomendación
de lectura, con alguna pregunta sobre mi avance, con una sonrisa que parecía
decir más de lo que sus palabras dejaban ver. Pero nunca mencionaba lo que
había dicho aquel día en el pasillo. Y eso, de algún modo, me tranquilizaba. O
me confundía.
Pasaron los meses. Llegó mi cumpleaños. Yo no lo celebraba
con ruido ni fiestas. Apenas una llamada de mi madre, un almuerzo discreto con
alguna amiga. Pero ese año fue distinto. Aquel 22 de julio, al entrar al aula,
lo vi esperándome con una bolsa envuelta cuidadosamente. Dentro, una laptop.
Miraba desesperado como si no quisiera interrupción.
—Feliz cumpleaños, señorita —dijo, sin más, tendiéndome el
regalo—. Usted se merece esto y mucho más.
Me congelé. No supe qué decir. Todos sabían que no tenía
computadora. Había estado haciendo mis trabajos en cabinas públicas, tarde en
la noche, con frío en los huesos y el tiempo encima. Ese aparato, tan útil y
necesario, se convirtió en un dilema inmediato. Agradecer o rechazar. Aceptar o
dudar.
—Es demasiado —le dije—. No puedo aceptarlo.
—Sí puedes —respondió, con voz que no presionaba, pero dolía—. Es tu
cumpleaños.
Lo acepté. No con alegría. Con algo parecido a la vergüenza.
Me repetí que era solo un gesto generoso, que no significaba nada más. Pero
sabía que sí significaba algo más.
Con el tiempo, llegaron otros regalos. Un libro que mencioné
sin intención. Unos chocolates andinos que me gustaban. Una bufanda tejida a
mano. Pequeños obsequios, precisos, sabiendo siempre lo que necesitaba antes
que yo misma lo supiera. Creo que tomaba atención de todos mis decires e
infería mis necesidades.
Y junto con ellos, en mi mesa de noche, comenzaron a
acumularse las cartas. Breves. Elegantes. Escritas en tinta negra, con letra
firme. No eran cartas de amor explícito. Eran pensamientos. Fue él, con una
narrativa cambió mi manera de vestir. Reflejos de alguien que observaba sin
invadir. Que hablaba desde la ausencia. Como esta:
“Martha,
No sabes cuánto admiro tu fuerza. Te veo entrar a clase como
quien enfrenta al mundo. Y sin embargo, en tus silencios, hay una ternura que a
veces me rompe. No me importa si nunca puedo tocar tu mano. Me basta con saber
que caminas cerca de mí, aunque sea en otro plano.
Tuyo,
Jorge.”
A veces las releía sin querer. A veces lloraba.
No porque lo amara. Aún no. Sino porque esa forma de quererme —sin exigencias,
sin contacto, sin urgencias— era nueva para mí. Y me asustaba.
Sentía que todo era demasiado. Que, si aceptaba más,
empezaría a deber algo que no estaba dispuesta a dar.
Quería ser buena por mí. No por gratitud. No por afecto. No
por ese hilo invisible que Jorge había comenzado a tejer entre nosotros.
Y sin embargo… la laptop seguía encendida cada noche.
Y las cartas, guardadas en mi cajón, aún olían a tinta y a duda.
Capítulo III – El día del hotel
Sabía que tarde o temprano esa línea tenue que habíamos
dibujado iba a tensarse.
Y ese día llegó.
Fue una tarde de junio, el cielo plomizo, como si adivinara
que algo distinto iba a pasar. Jorge me escribió un mensaje escueto:
“Quisiera verte. ¿Podrías venir al hotel? Solo quiero hablar.”
Había algo extraño en la forma en que lo dijo. Esa palabra, hotel,
no era nueva, pero en este contexto pesaba diferente. Dudé. Quise decir que no.
Pero también sentí que necesitaba poner un límite definitivo. Decirle cara a
cara lo que ya había dicho en palabras, pero no en acciones.
Fui.
Entré decidida, con los pasos firmes de quien sabe a lo que
va. Pensaba decirle, con toda claridad, que no iba a cruzar esa frontera. Que
no me malinterpretara. Que no confundiera gratitud con amor.
Toqué la puerta. Él abrió. Su rostro se iluminó al verme,
pero su cuerpo me dio una señal distinta. Jorge no estaba vestido. Solo tenía
una bata, y el gesto tembloroso de quien se sabe descubierto antes de tiempo.
—No... no era así —balbuceó, mientras buscaba su ropa—.
Perdón. Pensé que…
Me senté en el sillón sin decir nada. Lo observé mientras se
vestía en silencio. Me sentía expuesta y a la vez ajena, como si esa escena no
fuera mía. Como si estuviera mirando a dos desconocidos actuar en mi lugar.
Cuando por fin estuvo vestido, se acercó, con la voz
quebrada.
—No quería incomodarte. Quería que supieras… que, aunque
nunca pase nada, yo te amo igual. Eres mi reina. Mi musa. La única mujer que he
amado sin tocar.
Me dijo que no necesitaba nada de mí. Que su amor no
dependía de un cuerpo, sino de una presencia. Que, si yo desaparecía hoy, él
igual seguiría escribiéndome en su mente.
Yo no sabía qué responder.
No había maldad en sus ojos, pero sí una forma de amor que
me dolía, porque me ponía en un lugar que no había pedido ocupar.
—No me ames como a una idea —le dije—. Porque yo no soy un
altar. Soy una mujer. Y una mujer que no te ama así.
Él asintió, con una tristeza que parecía tener siglos.
—Lo sé. Solo quería decírtelo. Una vez más. Y ya no insistir
más.
Nos quedamos en silencio un rato. Luego me acompañó a la
salida. No intentó tocarme. No volvió a hablar del cuerpo. Solo se despidió con
un “cuídate mucho”, como quien cierra una historia sin final.
Pero lo cierto es que nada se cerró ese día. Al contrario.
Algo, en lo más hondo de mí, había comenzado a abrirse sin que yo lo quisiera.
No era amor todavía. Era una grieta.
Y como toda grieta, no supe cuánto crecería.
Capítulo IV – La maestría y el cuidado
Después de aquel día en el hotel, Jorge no volvió a
insistir. No mencionó lo ocurrido, no me pidió explicaciones. Y lejos de
alejarse, se mantuvo cerca, pero desde otro lugar: uno más sobrio, más
cuidadoso.
A veces, pienso que ese silencio fue su forma de protegerme.
O de protegerse a sí mismo.
En los años siguientes, su presencia se volvió casi
invisible, como el oxígeno: necesaria, pero sin estorbar. Me ayudó con mis
trámites de licenciatura, me acompañó con una eficacia que solo puede nacer del
afecto sincero. Nunca me dijo lo que hacía por mí. Simplemente lo hacía. Como
si cada documento aprobado, cada gestión lograda, fuera su manera de estar.
Cuando llegó el momento de postular a la maestría, me dijo
con naturalidad:
—Ya está pagado. Solo tienes que llevar tus documentos. Y
dar el examen, claro.
—¿Pagado? —pregunté, atónita.
—Sí. Yo lo hice. No por ti. Por lo que sé que vas a lograr.
No supe qué decir. Me quedé con los baucheres en la mano,
como si fueran un pasaje hacia algo que no había pedido, pero que necesitaba.
Fui a la universidad. Todo estaba en regla. Me inscribí. Di
el examen. Ingresé.
Y ahí entendí que Jorge no estaba esperando nada a cambio.
Que su forma de querer era, aunque extraña, real. Se sentía cómodo en el papel
de quien cuida a lo lejos. De quien no toca, pero sostiene.
Durante ese proceso, me llamó pocas veces. La mayoría de las
comunicaciones venían a través de su asistente: una joven eficiente llamada
Estefanía, que actuaba como su sombra educada. Ella me entregaba los papeles,
me acompañaba en algunos trámites, me decía con una sonrisa:
—El profesor confía mucho en usted.
Y eso, de algún modo, me obligaba a no fallarle.
Una vez, viajé a Trujillo. Fue por motivos académicos, pero
sabía que él estaba detrás de ese viaje. Me habían programado para una clase
modelo. Jorge insistió en que su asistente me acompañara al hotel y a las
comidas, para que no desconfiara de sus intenciones.
Solo pidió una cosa: una cena a solas.
Acepté. No por amor. Pero sí por afecto.
Cenamos en silencio, como si ambos fuéramos conscientes de
que estábamos cruzando una frontera invisible. Él pidió mi cerveza favorita. Me
escuchó hablar de mis lecturas, de mis sueños, de mi infancia en Huaraz, en
Huacna. A veces reía, a veces solo me miraba con ternura contenida que se
vuelve aún más intensa cuando no se permite florecer del todo.
Después de la cena, llegó Estefanía. Me acompañó al hotel.
Al día siguiente, tras la clase, me pidió otro favor:
acompañarme al terminal.
Le dije que sí. Me sentía segura con él. Sentía que había una promesa no dicha
de no romper mi espacio.
En el camino, me miró de lado.
—Nunca había querido tanto a alguien que no me pertenece
—dijo. Y luego bajó la cabeza.
Yo solo respondí con un suspiro. No podía ofrecerle más que
eso.
Pero en lo profundo, comencé a preguntarme qué pasaría si
algún día sí pudiera.
Capítulo V – Café a las tres de la tarde
Habían pasado más de cinco años desde aquella primera
discusión en clase.
Cinco años de gestos, silencios, cartas, viajes breves, favores sin exigencias.
Cinco años de una historia que parecía no tener nombre. Hasta que lo tuvo.
Todo comenzó con un mensaje simple:
Capítulo VI – “Estoy en Huaraz. Quiero tomarme un café
contigo.”
Esa frase, escrita sin adornos, me estremeció como ninguna
antes. Algo en mí —algo antiguo y nuevo a la vez— se encendió. Me había dado
cuenta.
Jorge, sin quererlo, se había metido en mi corazón.
Había crecido dentro de mí como crecen las plantas en las grietas: sin pedir
permiso, pero con fuerza.
Lo amaba.
Y esta vez, estaba lista para decírselo.
No nos vimos en el hotel, como tantas otras veces. Nos
encontramos en un café, un martes a las tres de la tarde. Huaraz tenía ese aire
limpio que anuncia algo importante. El cielo azul. El viento tibio. El corazón
apretado.
Cuando llegó, me sonrió como si supiera lo que iba a pasar.
Pedimos café. Luego otro. Hablamos de todo y de nada.
Reímos. Escuchamos canciones que nos gustaban. Era como si el tiempo nos
hubiese dado una tregua.
Y en esa tregua, el amor encontró su lugar.
—¿Quieres que pidamos algo más fuerte? —me dijo, señalando
unas botellas detrás del mostrador.
Acepté. No era el alcohol lo que me tentaba, sino la
posibilidad de alargar esa tarde. Tomamos unas cervezas. Y el reloj siguió
cediendo. Las seis. Las siete. Las ocho. Todo se desdibujaba, menos él.
Se acercaba la hora de su viaje a Trujillo. Y yo sentí algo
que nunca antes me había permitido sentir: miedo a que se fuera.
Cuando lo acompañé al terminal, me detuve en seco. Lo miré.
No como su estudiante. No como su amiga. Como la mujer que había peleado
durante años contra su propio corazón.
—Ahora sí estoy lista —le dije, temblando—. Te amo. Quiero
estar contigo.
Él se quedó inmóvil. Me tomó las manos con una lentitud casi
sagrada. Me besó la frente. Y dijo con la voz quebrada:
—Ahora puedo morir tranquilo.
Algo en mí se rompió y se iluminó al mismo tiempo. Sentí una
electricidad cruzar mi cuerpo. Ese amor, por fin dicho, era al mismo tiempo
plenitud… y despedida.
Lo acompañé hasta la puerta del bus. No intentó besarme. No
intentó abrazarme. Solo me miró con ese amor que se da sin apuro, sin culpa,
sin espera.
—Te amo más que a mi vida, mi bella huaracina. Eres una
mujer increíble. Me quedé prendado de ti desde que alzaste la voz en clase. Y
hoy, por fin, puedo decirte esto…
Entonces, se enderezó, me miró a los ojos, y declamó:
Poema para la mujer que me enseñó a esperar
Las gélidas mañanas en Huaraz,
yo no quiero mirar tus ojos de cristal,
porque en ellos se derrite mi tiempo,
y me reconozco débil, eterno y mortal.
Tus pasos son la nevada que no llega,
tu voz, el río que se va sin hablar,
y sin embargo, te espero como al alba,
como el nevado espera sin marchar.
No quiero tus labios. Quiero tu sombra,
tu palabra quieta, tu forma de callar.
Porque en este amor que nunca fue cuerpo,
fuiste el alma que me enseñó a amar.
Justo al subir al bus, me entregó el poema impreso. Yo no
lloré. No todavía.
Me quedé allí, de pie, con el poema latiendo en la memoria y en mis manos, con
su perfume aún en el aire. Era un autentico hombre de antaño.
Fue el instante más dulce y más cruel de mi vida.
Por fin lo había amado.
Y por fin, también, lo había perdido.
Capítulo VI – “Se nos fue, maestra”
Al día siguiente no supe de él.
Lo esperé.
Aunque no lo admitiera en voz alta, lo esperé.
Me dije a mí misma que estaba de viaje, que no tendría
señal, que luego llamaría. Pero por dentro, algo empezaba a apretarse. Jorge
siempre llamaba. Siempre. Y ese silencio tenía una forma distinta. Era espeso.
Pesado. Sospechoso.
Aun así, no lo llamé. Fue una mezcla de orgullo, de miedo,
de esa absurda esperanza de que el amor recién nacido no pudiera quebrarse tan
pronto. El miedo era intenso, mi estómago se revolvía.
Pasó un día más. Para distraerme, salí con unos amigos a una
cebichería. La música sonaba fuerte, los vasos se chocaban como si la vida
estuviera intacta. Reía sin muchas ganas. Sentía que mi cuerpo estaba allí,
pero mi alma... seguía en el terminal de buses.
Entonces miré el celular.
Una solicitud de mensaje.
Una desconocida.
Lo abrí.
“Profesora, soy Estefanía, fui su asistente, por encargo
del Prof. Jorge en Trujillo. Solo cumplo con su deseo…”
Sentí un frío inmediato en el estómago. El mundo se
ralentizó.
“…muchas veces me dijo que, si algo le pasaba, era a
usted a quien debía avisar.”
El ruido de la cebichería se volvió un zumbido lejano.
“Me duele mucho tener que darle este mensaje. El profesor
Jorge ha fallecido. Mañana es su sepelio.”
Me quedé paralizada. Leí y releí esa línea.
“Ha fallecido.”
Lo repetí en mi mente sin poder entenderlo.
¿Cómo que ha fallecido?
¿Cómo que se fue… justo ahora?
“Disculpe. No quise ser portadora de este dolor. No sé
qué haya sido él para usted. Solo he cumplido con comunicarle que se nos fue,
maestra.”
Sentí que el alma me abandonaba por un momento. Me puse de
pie, salí a la calle. Caminé sin rumbo, como una sombra. No lloré. No podía. El
cuerpo no reaccionaba. La mente no aceptaba.
Se había ido.
El hombre que me amó durante cinco años en silencio.
El hombre al que yo, por fin, había dicho “te amo” una noche antes.
El hombre que me besó la frente y me dijo “ahora puedo morir tranquilo” …
se había ido.
De verdad.
Llegué a casa. Me encerré.
Abrí el Facebook.
Ahí estaba: los homenajes, las fotos, las frases de despedida. Sus colegas, sus
alumnos, sus amigos. Todos lloraban al maestro. Nadie conocía al hombre que me
había amado en secreto.
Yo vivía mi duelo a solas. Nadie sabía lo que él había sido
para mí.
Al tercer día, recibí un correo. La remitente me heló:
Hellen. Su hija.
Lo abrí, temblando. Decía:
Estimada profesora,
No sé si es apropiado escribirle, pero mi padre me dejó indicaciones claras. Él
la amó profundamente. No solo como maestro, sino como ser humano. Nunca dejó de
hablar de usted. Decía que era su musa, su motivo, su fuerza.
No quiero incomodarla. Solo quería que supiera que usted fue parte esencial de
su vida.
Mi padre se fue tranquilo, sabiendo que usted lo había amado, al menos una vez.
Gracias por eso.
Hellen
Leí el mensaje con una mezcla de asombro y desgarro. No
sabía qué dolía más: que se hubiera ido… o que, incluso en la muerte, hubiera
pensado en mí.
¿Se puede amar así?
¿Más allá del cuerpo, del tiempo, de la vida misma?
Lloré. Esta vez, sí.
Lloré en silencio, como si el llanto fuera una oración.
Como si, en cada lágrima, le pidiera perdón por no haberlo amado antes.
Por haber tardado tanto. Por haber esperado.
Todo tenía su rostro.
La laptop vieja.
Las cartas.
Mi cuaderno.
El aroma del café.
La cámara
Las tardes en que no pasó nada, pero todo fue.
Su voz. Su poema.
Su beso en la frente.
Terminé la maestría con el alma rota, pero con la firmeza de
quien agradece con actos.
Era mi forma de honrarlo. De pagarle sin pagarle. Mi tesis lleva la dedicatoria
a mi gran amor.
Y un día me juré:
No volveré a enamorarme.
Desde entonces, no lo he hecho.
Alguien intentó entrar. Tocó la puerta con buenas intenciones. Pero yo no abrí.
No porque aún amara a Jorge, sino porque algo en mí se apagó. Algo que no
vuelve cuando se ha dado por completo… y se ha ido. Eran dos muertes, Richard
en el cielo aún me latía también.
Sin embargo, cada mañana, mi mesa de trabajo, ahí está: la
laptop que él me regaló. Ya no funciona. Pero sigue encendida en mi memoria.
Y cada vez que la miro, me dice sin palabras:
“Te amé como se ama una eternidad.”
Capítulo VII – El amor que no cuidó
El tiempo no cura.
Solo cambia el dolor de lugar.
Después de Jorge, pasaron años como 10, en los que viví como
si él aún estuviera. Cada vez que explicaba algo en clase, lo recordaba
mirándome desde el fondo del aula. Cada vez que abría un libro, imaginaba su
letra entre las páginas. No era una obsesión, era un hábito del alma: seguir
sintiendo a quien se fue cuando más lo necesitaba. Mi librero aún guardan tanto
libros de él.
Pero la vida no espera.
Y un día, sin buscarlo, apareció alguien más.
No se parecía a Jorge. No tenía su voz ni sus silencios. Era
igual de viejo. Quizá más visible. Tenía esa manera de hablar fácil que
encandila (palabra que me dejó Jorge, ando encandilado contigo). Y por alguna
razón —tal vez la necesidad de volver a sentir, o tal vez la ilusión de empezar
algo desde cero— me dejé llevar.
Me hablaba bonito. Me escribía. Me hacía reír. Enviaba
música. Me decía que quería cuidarme, que admiraba mi fortaleza, mi historia,
mi fuego contenido. Me escuchaba cuando hablaba de Jorge. Me prometió no
hacerme daño.
Y yo, tonta o valiente, abrí la puerta que había mantenido
cerrada durante tanto tiempo.
Al principio, todo parecía bien. Comenzamos a salir.
Compartíamos cenas, charlas, libros. Él insistía en que yo merecía alguien que
estuviera presente, que no fuera solo recuerdo. Y yo quise creerle. Quise
convencerme de que esta vez sería distinto. Que la vida, por fin, me devolvía
la oportunidad de amar sin perder en su momento.
Pero la verdad —esa que siempre llega tarde, pero llega—
empezó a filtrarse.
Mensajes ocultos. Justificaciones torpes. Ausencias
disfrazadas de ocupaciones.
Pequeñas mentiras que, como gotas sobre una piedra, terminan por romperla.
Una noche descubrí todo.
No fue un grito ni una pelea. Fue una certeza.
Él no solo no me amaba. Nunca había tenido la intención de hacerlo.
Solo me admiraba. Me deseaba, tal vez. Pero no sabía cuidar.
Y el cuidado, aprendí con Jorge, es el lenguaje más serio
del amor.
No lloré. No supliqué. No pregunté “¿por qué?”.
Simplemente di media vuelta y cerré la puerta. Esta vez para siempre.
Me sentí vacía, sí. Traicionada. Pero también clara.
Ya no tenía veinte. No tenía tiempo para mendigar ternura.
No era rabia lo que sentía.
Era una mezcla de desilusión y alivio.
Desilusión por haber creído. Alivio por haberme ido a tiempo.
Desde entonces, algo cambió en mí.
No volví a recibir regalos.
No volví a decir “te amo”.
No volví a permitir que alguien se instalara en mi vida con promesas que no
sabía cumplir.
No porque haya dejado de creer en el amor.
Sino porque aprendí que hay formas de amar que salvan… y otras que
desgastan.
Jorge me amó desde la distancia, pero me cuidó.
Este otro, me tocó… pero nunca estuvo realmente.
Y entonces supe que no es el cuerpo lo que define el amor,
sino la forma en que se habita la presencia del otro.
Desde aquel día, no acepto nada de nadie que no venga con
verdad.
Y si alguien quiere quedarse, tendrá que quedarse entero. No a medias. No por
temporadas. No como turista emocional.
Yo ya no estoy para ruinas.
Estoy para construir conmigo.
Capítulo VIII – La carta póstuma
Era una mañana como tantas. El frío de Huaraz entraba por
las rendijas de la ventana, la tetera hervía con ese sonido que anunciaba
rutina. No había nada en el día que me hiciera sospechar que estaba a punto de
encontrarlo de nuevo.
Decidí ordenar mi escritorio. Revisar papeles. Borrar
documentos antiguos. Me había prometido cerrar ciclos. Hacer espacio para lo
que viniera, aunque no supiera aún qué.
Fue entonces que la vi.
Una hoja doblada en cuatro, guardada en una carpeta rota que
había dejado olvidada detrás de la laptop vieja. No tenía fecha. Solo su letra.
Esa letra firme, de tinta negra, con trazos que conocía como si fueran parte de
mí. Era la carta que envió Estefanía.
La abrí sin respirar.
Y allí estaba él.
Por última vez.
Mi reina,
No sé si algún día leerás esto. Ni siquiera sé si me
atreveré a dártelo.
Pero quiero escribirlo, por si acaso. Por si la vida no me da tiempo.
Por si el amor necesita dejar algo antes de irse.
Quiero que sepas que nunca esperé nada de ti.
Y aun así, cada gesto tuyo fue un regalo que no merecía.
Te amé en silencio porque era la única forma que conocía para no dañarte.
Y no toqué tu cuerpo, porque desde el primer día entendí que tu alma valía más.
No hay un día en que no haya pensado en ti.
Cada clase que diste, cada título que lograste, cada obstáculo que venciste… lo
viví como si fuera yo el que caminara en tus zapatos.
Fuiste mi orgullo, aunque no lo supieras.
Fuiste mi paz, aunque a veces me dolieras.
Si ya no estoy cuando leas esto, solo quiero pedirte algo:
No te encierres.
No te apagues.
No te castigues por lo que no fue.
Yo me fui amándote. Y con eso bastó.
Tú me salvaste de la mediocridad, del ego, del cansancio.
Me hiciste querer ser mejor hombre, aunque ya fuera tarde.
Y si alguna vez dudas de tu luz, recuerda que hubo un hombre que vivió —y
murió— convencido de que tú eras lo más hermoso que le había pasado.
Gracias por ese café a las tres de la tarde.
Gracias por ese “te amo” que aún me abriga desde donde esté.
Y gracias por no haberme amado antes. Porque si me hubieras amado cuando yo no
era digno, tal vez nunca habría aprendido a merecerte.
Te llevo en mi eternidad.
J.
No pude contener las lágrimas.
Esta vez, no eran de culpa. Ni de rabia.
Eran de una gratitud tan honda que parecía venir de otra vida. Ya era magister
y Dra., de qué valía, si era una mujer vacía. Te amo, Jorge dije entre mí.
Le respondí en voz baja. Como si me escuchara.
—Te amé cuando era tarde, pero te amé.
Ese día, encendí una vela al lado de la laptop. Coloqué la
carta bajo ella, como quien entrega una ofrenda. Y comprendí que no todas las
historias necesitan un final feliz. Algunas, simplemente, necesitan ser
contadas hasta el último suspiro.
Y Jorge... Jorge ya era parte de mi historia. De mi memoria.
De mi forma de amar.
Capítulo IX – Huascarán: el lugar del alma
Sabía que había algo que aún no cerraba.
Aunque hubiese leído su carta. Aunque le hubiera dicho adiós en voz baja. Aunque mi corazón ya no sangrara como antes, todavía latía con su nombre en alguna esquina.
Entonces lo supe.
Debía ir a donde el silencio fuera más grande que el recuerdo.
Y ese lugar tenía un nombre: Huascarán.
Preparé mi mochila como si fuera una peregrinación. No
llevaba mucho: ropa abrigadora, la carta, mi cuaderno, y la laptop vieja que ya
no encendía, pero que seguía iluminando.
No era un viaje turístico. Era un viaje del alma.
Como si las alturas pudieran purificar lo que el tiempo no había resuelto.
Subí poco a poco. El frío me hablaba. El viento me
acariciaba como él. La nieve, en su blancura intacta, me recordó todo lo que
nunca fue manchado por el deseo.
Cuando llegué al mirador, sentí que el mundo se detenía. El
cielo estaba tan cerca que parecía respirar conmigo. Me senté sobre una roca.
Saqué la carta de Jorge. La leí en voz alta. Cada palabra era un eco que se
perdía entre las cumbres.
Y luego, por primera vez en años, escribí mi propia carta.
Para él.
Pero también para mí.
Jorge,
Te amé cuando era tarde.
Te amé cuando ya no estabas.
Pero te amé de verdad.
Gracias por enseñarme que el amor no siempre debe tocarse
para ser real.
Gracias por tu paciencia y espera sin exigir.
Por cuidarme sin pedir.
Por amarme sin medida.
No sé si volveré a amar.
No sé si alguien más será capaz de mirar mi alma con el respeto con que tú lo
hiciste.
Pero hoy dejo ir tu nombre sin dejar de llevarte dentro. Hoy libero lo que fui
contigo. Y abrazo lo que soy sin ti. Aquí, en la cima del cerro Huascarán,
donde todo parece eterno y frágil a la vez, te entrego mi última palabra:
Gracias.
Guardé la carta. Coloqué la laptop sobre una piedra como
altar. No para dejarla, sino para mirarla desde otro ángulo. Para entender que
el amor no muere: solo cambia de forma.
Y luego, en silencio, cerré los ojos.
Respiré.
El viento sopló.
Las nubes bajaron como si lo abrazaran todo.
Y por un instante —uno breve, pero eterno— sentí que él estaba allí.
No como fantasma.
No como recuerdo.
Sino como parte de mí que ya no duele.
Epílogo – El poema que no pidió final
No volví a enamorarme.
Y sin embargo, vivo rodeada de amor.
No como antes. No con promesas, ni con mensajes, ni con
cenas compartidas.
Sino con una forma de presencia que no exige, no hiere, no se impone.
Una presencia que es mía. Que me habita.
A veces me preguntan si he superado la muerte de Jorge. Y yo
solo sonrío.
¿Cómo se supera lo que te ha hecho ser quién eres?
Hay duelos que nunca se cierran.
Hay amores que nunca mueren.
Hay personas que, aún después de irse, siguen sosteniéndote sin tocarte.
Jorge fue eso.
Un amor que me enseñó que se puede esperar sin poseer.
Que se puede cuidar sin invadir.
Que se puede morir tranquilo, si se ha amado de verdad.
Todavía tengo su carta guardada. A veces la releo. Ya no
lloro. Pero, lloré mucho no haber sido suya.
La leo como quien recita un poema que no necesita final. Porque no hay final
para lo que vive en lo más hondo.
Aún conservo la laptop vieja. No la enciendo, no la muevo. Está
en mi mesa de trabajo.
Allí donde escribo. Donde enseño. Donde sueño.
La veo cada mañana mientras bebo café. Y en ella reconozco
algo que me sostiene:
la certeza de que fui amada con dignidad.
He aprendido a caminar sola. Pero nunca estoy sola. Hay
palabras que me acompañan.
Hay gestos que me siguen. Hay una frente que aún conserva el calor de aquel
beso.
El único.
El último.
El eterno.
Ahora entiendo que no era un amor para quedarse en la
tierra, era un amor para recordarme quién soy, cuando la vida me empuje a
olvidarlo.
Por eso, cada vez que alguien me pregunta por Jorge, yo no
cuento la historia completa. Solo digo:
Fue un poema que la vida me escribió…
y no necesitó final feliz para ser eterno.
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