Crónica: Viaje al límite en el río Urubamba




El 24 de setiembre de 2025, a la una de la tarde, llegué a Sepahua, en vuelo desde Pucallpa. Sepahua es un pueblo amazónico asentado en la ribera del río Urubamba, en la región Ucayali. Desde allí debía embarcarme hacia Nuevo Mundo, distrito de Megantoni, provincia de La Convención, Cusco. No había margen de error: al día siguiente debía reunirme con docentes de secundaria que esperaban al Ministerio de Educación.

Pero el bote regular ya había partido. En la Amazonía peruana, la movilidad depende del cauce de los ríos, y sólo hay horarios que nunca se saben si será antes o después. Perder una embarcación es quedarse varado en el tiempo. Un mototaxista, Jorge, me condujo de orilla en orilla preguntando por alguna salida. Todos dijeron que era imposible. La alternativa era un expreso privado: demasiado caro para mis bolsillos.

Finalmente, Jorge me llevó a un barrio ribereño. Allí conocí a Julio y Mijail, dos padres de familia que muy contentos por la oportunidad de ganar platita aceptaron llevarme en su pequeño bote a motor, un “peque-peque” de menos de tres metros de largo, apenas suficiente para cruzar corrientes tan bravas como las del Urubamba. A las tres de la tarde, partimos.

El viaje pronto se volvió una lucha contra el río. Hubo paradas forzadas para cambiar aceite, cargar combustible, empujar el bote atascado entre piedras. El sol abrasaba y los mosquitos se ensañaban contra mi piel. Yo me cubría con la única casaca que llevaba; ellos, en polos delgados, temblaban con el viento hhúmedo. Y lluvia hacia de las suyas en la piel descubierta de cada uno. Cada choque con las rocas apagaba el motor. Cada empujón para volver a la corriente era un recordatorio de la fragilidad de aquella travesía.

Conforme avanzaba la tarde, la ansiedad crecía. El Urubamba, no perdona errores. A las seis, la oscuridad nos envolvió. La luna apenas iluminaba, la linterna era un haz inútil. Nos perdimos varias veces, tuvimos que retroceder, recomenzar. La desesperación se mezclaba con la resignación.

Julio y Mijail se miraban con los ojos húmedos, sin querer mostrar su miedo. Yo sentía el dolor de espalda morderme hasta lo más pprofundo. La sangre no circulaba ya tenia un cuerpo adormecido. Pensé en mi infancia pobre, en cómo el dinero empuja a la gente a arriesgar la vida. Porque eso éramos en ese momento: tres vidas en un bote de madera, sin chalecos salvavidas, sin guía, sin respaldo de nadie.

Ya habían pasado cinco horas de zozobra. Sin comida, sin rumbo claro, ellos propusieron detenernos en medio de la noche. Era imposible seguir o regresar. Entonces apareció a lo lejos una chispa de luz.

—Miren allá —dije.

Julio respondió con alivio:

—Ese es Nuevo Mundo.

Después de seis horas, tocamos tierra. No un puerto, sino un lodazal pantanoso donde ranas y sapos se cruzaban bajo mis pies como grotesca bienvenida. Con esfuerzo, buscamos algo de cenar. Yo fui a conseguir un chip para comunicarme con el especialista EIB de la UGEL La Convención. Cuando regresé, ellos seguían tranquilos, sin cobrarme lo pactado.

—¿Por qué confiaron en que volvería? —pregunté.

Julio respondió:

—¿Cómo íbamos a dudar, si usted sufrió lo mismo que nosotros en este viaje?


El trasfondo del drama


Lo que viví no es una anécdota aislada. Es la realidad cotidiana de maestros, estudiantes y familias amazónicas. En distritos como Megantoni, donde las comunidades dependen del río, los viajes se hacen en embarcaciones precarias, sin seguridad mínima, sin puertos adecuados, sin rutas claras. En la amazonia hay grandes brecjas de acceso a servicios basicos y carecen de acceso vial formal; el río es su única carretera.

El Estado lo sabe. Pero la infraestructura básica no llega. No hay control de embarcaciones, no hay presencia policial ni sanitaria en las rutas, no hay subsidio para el transporte escolar o docente. En su lugar, la supervivencia descansa en la solidaridad de hombres como Julio y Mijail, que arriesgan la vida en cada cruce.

En la Amazonía, un simple traslado a una escuela se convierte en una odisea: horas de incertidumbre, hambre, choques contra piedras, motores que fallan, noches enteras en medio de un río que se traga canoas y sueños. El abandono estatal se mide no solo en carreteras que no existen, sino en lágrimas contenidas, en mochilas usadas como almohadas, en docentes que cada día juegan su vida para llegar al trabajo. 

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